Emmanuel Chabrier

Emmanuel Chabrier era un hombrecillo de corta estatura, rollizo, que parecía salido de las obras de Rabelais: una maciza cabeza de Auvernés, de la región de Livradois; cráneo desguarnecido, grandes ojos llenos del ardor de vivir, un grueso bigote y una barbilla recortada.

¿Su tierra ? Fué Ambert, pequeña ciudad de los tiempos antiguos, con calzadas plantadas de tilos, rodeada por un maravilloso marco de montañas anulosas.

En 1912, Ámbert le alzó un monumento a su compatriota una estela de piedra, coronada por un bronce, debido a Constantino Meunier.

Ahí fué donde nació Emmanuel-Alexis Charlier el 18 de enero de 1841. Su padre era procurador de judicial. El niño hizo sus estudios en la pequeña ciudad: estudios sin fantasía, sin ningún lugar para el y la música. Cuando cumplió su bachillerato, lo enviaron a estudiar derecho. En 1862, provisto de sus diplomas, entró como funcionario en el Ministerio del Interior. Hubiera podido realizar ahí una modesta carrera, sin complicaciones, si un amigo no hubiera tenido la idea de llevarlo a Munich, en 1865, a una de las primeras presentaciones de “Tristán e Isolda”. Chabrier descubrió súbitamente la música y no pensó ya más en ella.

Pero necesitaba aprender todo. Comenzó por dejar el Ministerio dedicándose a llevar una vida de semibohemia, aprendiendo el piano con Wolf, la composición con Arístedes Hignard (1822-1898), músico de talento, completamente olvidado.

Habitaba un entresuelo en la calle Mosnier, en Batignolles. El mueble principal era un órgano, de donde salían a la vez sonoridades de tambor y de carraca. Invitaba a hí a ciertos amigos melómanos, algunos de los cuales se llamaban Saint Saens, Massenet. Chabrier tomaba un periódico e improvisaba bufonadas sobre las noticias escandalosos,golpeando el teclado, imitando la marcha solemne y lenta de la justicia; después el galope de los caballos de los gendarmes. El culpable era arrestado al son de la una marcha fúnebre y la “vindica pública” quedaba satisfecha, finalmente, al ritmo desordenado de una jiga.

En 1881, Lamoreux lo contaba como jefe de coros. En 1882, visitaba España. De este viaje llevó a su patria su “España”, pieza de orquesta de una tan hermosa sonoridad instrumental, que aún se sigue apreciando en nuestros días.

Sin embargo, se creía destinado a la música de operata. El alegre despreocupado que montaba en su entresuelo parodias de obras célebres, durante mucho se divirtieron ahí con un “Fausto” -donde Saint-Saens llevaba el papel de Margarita- compuso para los Bufos, sobre un libreto infantil,una orilla muy francesa, bonita y ligera: “La Estrella”. Pero el verdadero Chabrier debía estallar en “Gwendoline” y en “Briséis” sus dos óperas.

Emmanuel Chabrier

Sin embargo, toda clase de dificultad imprevistas e inmerecidas la mantenían cerrada las puertas de los grandes teatros parisienses. Fué el “Moneda”, de Bruselas, el que en primer lugar supo reconocer la originalidad de este músico, prodigiosamente dotado, tal vez incompleto, pero de inspiración exuberante, y que debía ejercer una gran influencia en las generaciones posteriores. “Gwendoline”, compuesta sobre un poema de Catulle-Mandes, se estrenó en el Teatro de la Moneda el 10 de abril de 1886. Fué acogida con fervor. El lirismo desbordante de Catulle-Mendes encontraba en la música estallante y rica de Chabrier toda la potencia y evocación y el color, a veces brutal y salvaje, que le convenía.

“Gwendoline” pasó después por muchos escenarios europeos, Peo fué sólo el 27 de diciembre de 1893 cuando la Opera de París se decidió a acogerla.

El músico envejecido atacado de parálisis general, perdida casi la conciencia de si personalidad, no era ya sino el fantasma de sí mismo cuando apareció en su platea, al lado las ovaciones. No pudo responder a las aclamaciones sino golpeando el corazón y derramándose en lágrimas… Algunos meses después, en 1894, moría este artista, entrado a la música con poca técnica, pero iluminado por una intuición genial.

Seguirá siendo para siempre el compositor de “Gwendoline”, el improvisado, pleno de inspiración y de ternura, de “Melancolía”, “Idilio”, “Esperura”. El demonio de la música lo poseía por entero cuando se sentaba al piano, tocando con las manos, los codos, las rodillas, y haciendo brotar de instrumento, sonidos de una intensidad inaudita.