El prólogo en un libro de cualquier clase, es un escrito antepuesto al cuerpo de la obra.
Ejemplos de prólogo
Prólogo de TRATADO DE LA DESESPERACIÓN (Sören Kierkegaard)
Es posible que a más de un lector esta forma de «exposición» le resulte singular; que le parezca demasiado severa para edificar, y demasiado edificante para poseer rigor especulativo. No sé si es demasiado edificante, pero no creo que sea demasiado severa. Y si en verdad lo fuese, sería en mi opinión un defecto. La cuestión no consiste en que no pueda edificar a todos, pues no todos estamos en condiciones de seguirla; pero sí, que sea edificante por naturaleza. La regla cristiana, en efecto quiere que todo, que todo sirva para edificar. Una especulación que no lo consigue es, de golpe, acristiana. Una exposición cristiana siempre debe recordar los consejos de un médico dados en la cabecera del lecho de un enfermo; incluso sin necesidad de ser profano para comprenderlos, nunca hay que olvidar el lugar en que se emiten.
Esta intimidad de todo pensamiento cristiano con la vida (en contraste con las distancias que guarda la especulación), o aun, este aspecto ético del cristianismo, precisamente, implica que se edifica; y una separación radical, una diferencia de naturaleza distingue una exposición de este género, cualquiera que sea su intensidad, de aquella especie de especulación que pretende ser «imparcial», y cuyo sedicente heroísmo sublime, lejos de serlo de verdad, es por el contrario, para el cristiano, sólo una manera inhumana de curiosidad. Atreverse a ser enteramente uno mismo, atreverse a realizar un individuo, no tal o cual, sino éste, aislado ante Dios, sólo en la inmensidad de su esfuerzo y de su responsabilidad, tal es el heroísmo cristiano y, reconozcamos su rareza probable. ¿Pero acaso se encuentra en el hecho de engañarse encerrándose en la humanidad pura o en jugar a quién se asombrará ante la historia universal? Todo conocimiento cristiano, por estricta que sea por lo demás su forma, es y debe ser inquietud; pero esta inquietud misma edifica. Esa inquietud es el verdadero comportamiento con respecto a la vida, con respecto a nuestra realidad personal y, por consiguiente, para el cristiano, es la seriedad por excelencia. La altivez de las ciencias imparciales, lejos de ser una seriedad todavía superior, no es para él más que farsa y vanidad. Pero lo serio, se los digo, es lo edificante.
En cierto sentido, pues, este librito pudo escribirlo un estudiante de teología y, en otro, quizá, no importa cuál profesor no habría podido realizarlo.
Mas tal cual es, el atavío de este tratado no es, al menos, irreflexivo, ni carece de posibilidades de precisión psicológica. Es cierto que existe un estilo más solemne; pero la solemnidad a tal grado ya no tiene sentido, y por fuerza de la costumbre, cae fácilmente en la insignificancia.
Prólogo escrito por John Ray Jr *. para la novela LOLITA de Vladimir Nabokov
Lolita o las Confesiones de un viudo de raza blanca: tales eran los dos títulos con los cuales el autor de esta nota recibió las extrañas páginas que prologa. «Humbert Humbert», su autor, había muerto de trombosis coronaria, en la prisión, el 16 de noviembre de 1952, pocos días antes de que se fijara el comienzo de su proceso. Su abogado, mi buen amigo y pariente Clarence Choate Clark, de Esquire, que pertenece ahora al foro del distrito de Columbia, me pidió que publicara el manuscrito apoyando su demanda en una cláusula del testamento de su cliente que daba a mi eminente primo facultades para obrar según su propio criterio en cuanto se relacionara con la publicación de Lolita. Es posible que la decisión de Clark se debiera al hecho de que el editor elegido acabara de obtener el Premio Polingo por una modesta obra (¿Tienen sentido los sentidos?) donde se discuten ciertas perversiones y estados morbosos.
Mi tarea resultó más simple de lo que ambos habíamos supuesto. Salvo la corrección de algunos solecismos y la cuidadosa supresión de unos pocos y tenaces detalles que, a pesar de los esfuerzos de «H. H.», aún subsistían en su texto como señales y lápidas (indicadoras de lugares o personas que el gusto habría debido evitar y la compasión suprimir), estas notables Memorias se presentan intactas. El curioso apellido de su autor es invención suya y, desde luego, esa máscara –a través de la cual parecen brillar dos ojos hipnóticos– no se ha levantado, de acuerdo con los deseos de su portador. Mientras que «Haze» sólo rima con el verdadero apellido de la heroína, su nombre está demasiado implicado en la trama íntima del libro para que nos hayamos permitido alterarlo; por lo demás, como advertirá el propio lector, no había necesidad de hacerlo. El curioso puede encontrar referencias al crimen de «H. H.» en los periódicos de septiembre de 1952; la causa y el propósito del crimen se habrían mantenido en un misterio absoluto de no haber permitido el autor que estas Memorias fueran a dar bajo la luz de mi lámpara.
En provecho de lectores anticuados que desean rastrear los destinos de las personas más allá de la historia real; pueden suministrarse unos pocos detalles recibidos del señor Windmuller, de Ramsdale, que desea ocultar su identidad para que «las largas sombras de esta historia dolorosa y sórdida» no lleguen hasta la comunidad a la cual está orgulloso de pertenecer. Su hija, Louise, está ahora en las aulas de un colegio: Mona Dahl estudia en París. Rita se ha casado recientemente con el dueño de un hotel de Florida. La señora de Richard F. Schiller murió al dar a luz a un niño que nació muerto, en la Navidad de 1952, en Gray Star, un establecimiento del lejano noroeste. Vivian Darkbloom es autora de una biografía, Mi réplica, que se publicará próximamente. Los críticos que han examinado el manuscrito lo declaran su mejor libro. Los cuidadores de los diversos cementerios mencionados informan que no se ven fantasmas por ningún lado.
Considerada sencillamente como novela, Lolita presenta situaciones y emociones que el lector encontraría exasperantes por su vaguedad si su expresión se hubiese diluido mediante insípidas evasivas. Por cierto que no se hallará en todo el libro un solo término obsceno; en verdad, el robusto filisteo a quien las convenciones modernas persuaden de que acepte sin escrúpulos una profusa ornamentación de palabras de cuatro letras en cualquier novela trivial, sentirá no poco asombro al comprobar que aquí están ausentes. Pero si, para alivio de esos paradójicos mojigatos, algún editor intentara disimular o suprimir escenas que cierto tipo de mentalidad llamaría «afrodisíacas» (véase en este sentido la documental resolución sentenciada el 6 de diciembre de 1933 por el Honorable John M. Woolsey con respecto a otro libro, considerablemente más explícito), habría que desistir por completo de la publicación de Lolita, puesto que esas escenas mismas –que torpemente podríamos acusar de poseer una existencia sensual y gratuita– son las más estrictamente funcionales en el desarrollo de una trágica narración que apunta sin desviarse nada menos que a una apoteosis moral. El cínico alegará que la pornografía comercial tiene la misma pretensión; el médico objetará que la apasionada confesión de «H. H.» es una tempestad en un tubo de ensayo; que por lo menos el doce por ciento de los varones adultos norteamericanos –estimación harto moderada según la doctora Blanche Schwarzmann (comunicación verbal)– pasan anualmente de un modo u otro por la peculiar experiencia descrita con tal desesperación por «H. H.»; que si nuestro ofuscado autobiógrafo hubiera consultado, en ese verano fatal de 1947, a un psicópata competente, no habría ocurrido el desastre. Pero tampoco habría aparecido este libro.
Se excusará a este comentador que repita lo que ha enfatizado en sus libros y conferencias: lo ofensivo no suele ser más que un sinónimo de lo insólito. Una obra de arte es, desde luego, siempre original; su naturaleza misma, por lo tanto, hace que se presente como una sorpresa más o menos alarmante. No tengo la intención de glorificar a «H. H.». Sin duda, es un hombre abominable, abyecto, un ejemplo flagrante de lepra moral, una mezcla de ferocidad y jocosidad que acaso revele una suprema desdicha, pero que no puede ejercer atracción. Su capricho llega a la extravagancia. Muchas de sus opiniones formuladas aquí y allá sobre las gentes y el paisaje de este país son ridículas. Cierta desesperada honradez que vibra en su confesión no lo absuelve de pecados de diabólica astucia. Es un anormal. No es un caballero. Pero, ¡con qué magia su violín armonioso conjura en nosotros una ternura, una compasión hacia Lolita que nos entrega a la fascinación del libro, al propio tiempo que abominamos de su autor!
Como exposición de un caso, Lolita habrá de ser, sin duda, una obra clásica en los círculos psiquiátricos. Como obra de arte, trasciende su aspecto expiatorio. Y más importante aún, para nosotros, que su trascendencia científica y su dignidad literaria es el impacto ético que el libro tendrá sobre el lector serio. Pues en este punzante estudio personal se encierra una lección general. La niña descarriada, la madre egoísta, el anheloso maniático no son tan sólo vívidos caracteres de una historia única; nos previenen contra peligrosas tendencias, evidencian males poderosos. Lolita hará que todos nosotros padres, sociólogos, educadores nos consagremos con celo y visión mucho mayores a la tarea de lograr una generación mejor en un mundo más seguro.
*JOHN RAY JR., Doctor En Filosofía, Widworth, Mass. Personaje ficticio de Vladimir Nabokov.